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Un buen chico

08 de mayo de 2012. Alan Queipo

La culpa es autoritaria, imperativa, atormenta. Lo mismo que mantiene alerta a Rubén Polo lo acompleja. Se siente como una especie de Miguel Montes Neiro, el preso que más tiempo ha estado en la cárcel, pero en versión malasañera de treinta y pocos años. Su rehabilitación ha sido siempre la huida, la melancolía, el recuerdo aterrador. El mismo dolor que lo exilió durante los últimos años en los Estados Unidos es lo que ahora vuelve a aflorar tras el recuerdo en la barra de un bar, los paseíllos por Fuencarral esquina Colón y el contacto con aquellos amigos que viven detrás del mismo tormento y diferente dolor. 1997 fue un gran año hasta que un acontecimiento irrumpió en la joven pandilla, mutada a banda de rock con proyección: Polo, Chino, Nacho y Blanca asisten a la fiesta de dos garajeros desquiciados, los gemelos, y las consecuencias acaban turbando el consciente e inconsciente de los protagonistas y genera tanta desconfianza como inquebrantable silencio, omisión de la verdad, rehabilitación y ataques forzosos contra sí mismos. Polo escapa, vuelve y se mantiene en un estado de alerta hipnótica tan caótica y contradictoria como tremendamente cínica. La infelicidad y la revelación pueden ser un escudo y un estado mental. El arrepentimiento y la evasión una herramienta. Hablar nervioso, batallar contra sus infiernos y nunca salir indemne del ejercicio puede resultar un acto estoico. Por su culpa, su gran culpa.

Javier Gutiérrez asiste en su tercera novela corta, Un buen chico, a la confesión del arrepentido atormentado por las vías de la neurosis y la catarsis post-presión psicológica. La culpa lo es todo allí. Gutiérrez elige no sólo narrar de forma dinámica el ejercicio, sino pasar del formalismo dialógico de la clásica confesión y conversación literaria estructural y someter en su tercera novela al lector a un acto de caos histérico, excitado, descontrolado, tan represivo como liberador, utilizando la velocidad, el encabalgamiento de las frases, la incoherencia cooperativa y la resolución a modo de loop mántrico de las tres o cuatro escenas que son, al final, el ejercicio de confesión terapéutica y saca a relucir los infiernos, vicios y deseos de vida pasada de su protagonista, Polo, como si de una suerte de Woody Allen metido hasta el culo de pastillas y tormentos se tratase. Gutiérrez cruza conversaciones, hace flashbacks y flashforwards al mismo tiempo, consigue meter en la misma frase pasado, presente y futuro como si estuviera hablando un desquiciado con camisa de fuerza pero amedrentado a golpes de realidad ante los protagonistas que comparten escena con él, tan bajoneros y anestesiados como Polo. Lo único que acaba chirriando un poco en medio de este ejercicio de confesión y perpetua confusión lirista son esas intervenciones espaciales, esa mención a la sala Sol o la Siroco, a ciertas calles de Malasaña, a Olavide, tratando de transformar la novela en un ejercicio de bohemia malasañera cuando gana mucho más desde la confesión confusa y en donde los únicos nombres propios necesarios y suspensivos son los de los cuatro damnificados por el horror de hace más de diez años. Inocencia culposa y debida. Marche al barrio por rigor.

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