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Todos los crímenes se comenten por amor

25 de marzo de 2014. Pedro M. Domene

Un libro como Todos los crímenes se comenten por amor (2013), de Luisgé Martín (Madrid, 1962), rezuma una irónica y ácida visión de la constatación de muchas de esas realidades antes nunca sopesadas, y además está escrito con un finísimo humor que corroe las paredes de las ensoñaciones más extrañas que uno nunca pueda imaginar: el doblez de una personalidad, las falsas monedas, esos amores imposibles, el inevitable paso del tiempo, los sueños, las ambiciones y nuestras codicias, el sinsentido de una vana existencia, actitudes que se sustentan por una literatura que, de la mano de Martín, resulta a todos los efectos más creíble que la realidad misma. Todas sus historias terminan mal, y en estas fábulas, si es que lo son y así se entienden, no hay moraleja sostenible porque la imaginación del autor desborda todas las fronteras posibles, y las experiencias contadas, y los giros narrativos, que se presuponen, desconciertan a un lector que, aunque advierte cómo será el final, sonríe o, mejor aun, se asombra.

Diez historias que encierran otras tantas tramas que se mueven entre la bruma de un romance furtivo y amenazador como ocurre en el primero de los relatos, con la sombra del asesinato de John F. Kennedy de fondo y que, además, proporciona el título al conjunto, “Todos los crímenes se comenten por amor”, y deviene en una auténtica trama policial del mejor aire hichcockiano. En realidad, a partir del segundo, una variada temática queda esbozada en estos relatos, aunque el azar, y nunca otra cosa, sustenta o modifica la vida de todos y cada uno de los protagonistas que, con la magia del narrador, quedan de alguna manera, intertextualizados, provocando que en estos relatos ese concepto que se denomina “metaliteratura” convenga para dar forma a la unidad de los mismos, porque todos sus protagonistas, con nombres propios, descubren fortuitamente que una acción, por muy insignificante, marcará sus vidas y provocará un giro total en las mismas; y así, un escritor descubre en “El otro” que existe alguien más que lleva su nombre, y lo hará a través de la carta de una admiradora; Albert Ludovic huye en “El regreso a Roma” de su suerte y de una muerte segura, y finalmente la encuentra de la manera más extraña; el protagonista de “Limardo de Toscana”, un filólogo italiano que llegó a convertirse en un enfermo literario; Leandro Mqueda, nacido en un pequeño pueblo de Ávila, el mismo día en que terminó la Guerra Civil descubre, con horror, su homosexualidad; la justicia o la astucia de un reya en “Del ingenio de los caudillos y de su guardarropía”; o la fantástica vida de Doris Velasco, protegida de Faustino Valero, quien se enamoró perdidamente cuando era joven, y volverá a verla muchos años después; o no menos espectacular el relato que se desarrolla en el condado de Griffin, en las vísperas del año mil novecientos, donde las mujeres sufren un extraño fenómeno que las visita y desnuda en sus propias casas, como ocurre en “El libertino invisible”; y la actualidad se viste de largo en “Los dientes del azar” crónica de un atentado, y se evoca el juego literario esbozado por Cortázar en uno de sus cuentos para constatar la magnitud de los hechos ocurridos.

La condición humana en todos sus aspectos, la búsqueda de una identidad y las mutaciones que esta pueda presentar, las filigranas o suertes de un destino final o fatal, el amor, tan tortuoso y sometido al capricho y los vaivenes de una oscura y extraña sexualidad que deviene en vicio, aunque sobre sus textos, Luisgé Martín, despliega esa mirada que compensa con un finísimo humor para subrayar que, pese a todo, queda algo de esperanza para la condición humana, y añadir que, estos temas, forman parte del mundo narrativo del escritor madrileño, y que estas piezas lo convierten en un maestro del género breve.

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