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Taipéi

01 de abril de 2014. Sabina Urraca

Tao Lin era el jovenzuelo de clase que te despreciaba sin decirte nada, sólo mirándote con gesto serio y borde, o ni siquiera mirándote. No hablaba con nadie, y tenía ese aire de depresión mortal y de aparecer muerto antes de los veinte que provocaba que dos o tres palurdos con aspiraciones como tú y como yo quisiéramos ser sus amigos, a ver si se nos pegaba esa mierda suya tan interesante. Eso fue en Robar en American Apparel y Richard Yates. Ahora el telón del encanto juvenil ha caído, porque el enfant terrible 2.0 lo ha estirado un poco demasiado, y ya se sabe que las cosas se rompen de tanto usarlas. Como no se tomó tres tabletas de Ambien el último día de sus diecinueve, Tao sigue aquí y es un cuasitreintañero aburrido, atado al ya cansino fraseo breve y al relato de un hastío vital interminable. En realidad, en este libro su alter ego tiene veintisiete, que es cuando mueren los grandes, pero, visto lo visto, sabemos que Tao Lin tiene una energía baja, bajísima, pero constante, que le va a dar cuerda para rato.

En Taipéi, Paul, nombre del que una vez más será el protagonista-alter ego de Tao Lin, es poco más que un androide, un receptáculo vacío que vaga por la vida y las cosas sin que nada entre o salga de él. Joven escritor de relativo éxito, vive en Nueva York, se lleva bastante mal con sus padres, que viven en Taiwan, pasa de una novia a otra sin excesiva emoción y tiene un enganche importante a todo tipo de fármacos, que mezcla en rico cóctel con alcohol y otros estupefacientes. Pero esta espiral destructiva, descrita de forma fría y sin el más mínimo pico en la narración, resulta árida y sin vida, y la empatía hacia Paul se hace más que difícil. De hecho, la pregunta que le viene a uno a la mente mientras intenta llegar a las últimas páginas de Taipéi no es si Paul llegará a buen puerto o morirá de una sobredosis de Clonazepam, sino más bien: ¿Orina Paul / Tao Lin? ¿Hace de vientre? ¿Tiene un plato favorito? ¿Siente algún tipo de inclinación sexual más allá de esa incesante búsqueda de novias con las que comer comida china y tomar combinados de ansiolíticos? Es decir: ¿Tiene algún tipo de pulsión humana, o está hecho del frío acero de la modernez más absoluta, en la que lo cool es que todo te importe absolutamente nada y las emociones sean leves punzadas aisladas en un alma en formol?

Pero lo curioso es que, al mismo tiempo que pulsa el botón del aburrimiento, Tao Lin acaricia la tecla de una rara genialidad. ¿Que cómo es posible esto? Pues de la siguiente manera: la descripción milimétrica de todas y cada una de las acciones que realizan los personajes del libro nos lleva a un estado de exasperación sólo comparable con el que es capaz de producirnos la sucesión de actos insulsos que conforma la cotidianeidad de nuestras propias vidas. Y Tao Lin, muchacho listo, lo sabe. Pero la capacidad de transmitir de forma brillante la parte más gris y monocorde de las vidas de la juventud 2.0 no significa que la novela deje de ser ni por un momento precisamente eso: puro tedio. La paradoja que supone este hecho nos vuelve nuestro propio aburrimiento y nuestro mal concepto del escritor contra nosotros mismos en forma de patada en el estómago. Ese aburrimiento es tan desesperante y queremos abandonarlo con tanta fuerza dejando caer el libro con desgana porque es nuestro propio tedio vital.

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