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Mujer sin hijo

12 de agosto de 2014. Sra. Castro

En estos días en que, tristemente, se cuestiona una vez más el derecho de la mujer a decidir por sí misma cuándo y cómo ser madre, o si quiere serlo, no está de mal dedicar un tiempo a lecturas que nos inviten a reflexionar al respecto, como puede serlo Mujer sin hijo, de Jenn Díaz.

En esta novela, la autora aborda desde diferentes perspectivas la relación de las mujeres con la maternidad: con el hecho de tener hijos, de no tenerlos, de desearlos o temerlos. Son aproximaciones en ocasiones certeras, en ocasiones apenas un balbuceo en el que se puede adivinar lo que Díaz quería transmitir —como una idea que no ha llegado a cuajar—, pero siempre tremendamente lúcidas.

Para sostener esas ideas, la autora nos traslada a una sociedad distópica (como si la presente no fuera ya una sociedad por completo distópica para nosotras), en la que las mujeres son obligadas a tener hijos: después de una guerra en la que la población ha quedado diezmada, el gobierno empieza a promover la maternidad, hasta acabar por convertirla en una obligación. Las mujeres en edad fértil deben portar un brazalete negro que las señale como tales y anunciar mediante una bandera en la ventana la consecución de un embarazo.

La narración no se adentra más allá a la hora de describirnos esa sociedad, que actúa como un mero marco para la historia de tres mujeres a las que esa maternidad impuesta marcará. Una mujer a la que su marido abandonará porque no quiere (o no puede) tener hijos, convirtiéndose por ello en una proscrita. Otra que muere como consecuencia del parto. Una tercera que, habiendo perdido a su hijo pequeño, será incapaz de rehacer su vida. Estas tres mujeres guardan una relación entre sí, además de la obvia de ser mujeres en edad fértil, que actuará a modo de hilo conductor.

Como comentábamos, el devenir de las historias de las tres mujeres permite acercarse a diferentes formas de enfrentarse a la maternidad: desde la mujer que no quiere tener hijos, a la que acepta poner en riesgo su vida por continuar con un embarazo. Y aunque se comprende que la extraña situación de la imposición de la maternidad y la persecución de las que no son madres condiciona las reacciones de las protagonistas, la novela parece apostar por poner —una vez más— la maternidad en el centro de la vida de la mujer.

En La mística de la feminidad, Betty Friedam señalaba que a la mujer no se la considera un ser completo. Lo cierto es que parece que nosotras mismas no nos consideramos así a menos que cumplamos con la posibilidad biológica de tener un hijo. Sin duda, la más interesante de las tres protagonistas es la primera mujer sin hijo, quien decide no ser madre y enfrentarse por ello a la sociedad. El problema radica en las causas de su decisión: cree que no es fértil y teme confirmar esa suposición; al tiempo, tiene miedo al parto. De ese modo, el libro pierde la que sería una perspectiva verdaderamente interesante: la de la mujer que no quiere tener hijos porque valora su vida tal cual es y considera que es una vida válida y plena, porque la posibilidad biológica de engendrar no debe convertirse en un imperativo para la mujer, como no lo es para el hombre.

Jenn Díaz hace un esfuerzo encomiable por señalar el absurdo de arrebatar a la mujer el derecho a decidir sobre todos los aspectos de su vida, incluido el de reproducirse o no. Pero, a pesar de titular su novela Mujer sin hijo, vuelve a poner al hijo en el centro de la vida de la mujer, como si fueran un binomio inseparable. Como si el hijo, o su ausencia, fuera lo que define la existencia de la mujer. Por eso, al leerlo, se siente que, aunque válido, el libro ha dejado fuera aspectos fundamentales sobre los que seguimos sin profundizar. Seguimos sin concebirnos como un ser completo.

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