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Los reconocimientos

30 de marzo de 2015. Sr. Molina

Es imposible resumir una novela como Los reconocimientos en unas cuantas líneas. De hecho, no solo es inconcebible pretenderlo, sino que tratar siquiera de ofrecer una imagen de la obra que dé cuenta de sus cualidades, de sus virtudes y ambiciones es una tarea inabarcable. La escritura de William Gaddis desafía toda aproximación convencional y toda exégesis costumbrista; su estilo es como un torrente que desborda la propia historia, que abruma al lector y que impide acercarse a sus textos con la tranquilidad con que nos embarcamos en otras muchas lecturas. Esta novela (como ocurría con Jota Erre e imagino que con otras del autor) exige de nosotros un esfuerzo constante para ser partícipes de lo narrado: un esfuerzo mayúsculo, en tanto Gaddis inunda la narración con pausas, elipsis, excentricidades, cúmulos ingentes de datos y referencias, excursos y, en suma, docenas de elementos que casi parecen buscar la renuncia del lector más que su participación.

¿Por qué empeñarse en su lectura, pues? Más allá de los evidentes —y lícitos— gustos personales, la principal razón que uno encuentra es el hecho palmario de que gracias a ese esfuerzo que tenemos que hacer hallamos, en consecuencia, una gran satisfacción; no una personal, fruto del mero trámite lector, sino una más profunda, intelectual o psicológica (o ambas), que nos reconforta y nos seduce cuando la alcanzamos. Gaddis no nos pone en bandeja la interpretación de sus historias, sino que parece decidido a que tomemos parte activa de ellas: intuyendo, deduciendo o incluso adivinando. Como uno de los personajes dice:

Todo el mundo tiene esa sensación cuando mira una obra de arte y está bien, esa súbita familiaridad, una especie de… reconocimiento, como si la estuvieran creando ellos mismos, como si se estuviera creando a través de ellos mientras la miran o la escuchan.

De ahí que haya que dejar claro que la lectura de Los reconocimientos es difícil, exasperante en ocasiones y hasta frustrante en determinados pasajes. La edición en castellano de Sexto Piso está a la altura en cuanto a traducción y revisión, pero se echa en falta un cierto aparato crítico que dé cuenta de la cantidad monstruosa de referencias, citas, alusiones, términos o personajes que aparecen a lo largo de la novela. El impetuoso y caótico estilo del autor, sobre todo en sus procelosos diálogos (siempre tan inconexos como la propia vida que nos rodea), hace que nuestra atención sea demandada de forma constante; y aun así será fácil perder algún detalle o no apercibirse de algún acontecimiento; una edición algo más completa en lo referente a notas seguro que ayudaría a una mejor interpretación y comprensión de los pasajes más abstrusos.

Con todo y con eso, Los reconocimientos es una obra mayúscula que, aunque demande un grado de inmersión sin par, depara momentos de belleza y brillantez inigualables. Aunque imposible de resumir, a modo de líneas generales podemos decir que el arte y las dicotomías entre lo que es real o no, o lo que es verdadero frente a lo falso, son el meollo del libro. El protagonista es un pintor que parece incapaz de crear una obra original, pero que sin embargo copia con maravilloso detalle las grandes creaciones de los maestros pasados. Su periplo por los Estados Unidos, Francia, España o Alemania le pone en contacto con una multitud de personajes secundarios que, a su vez, son protagonistas de historias propias que se entretejen con la principal hasta crear un tapiz enrevesado. El arte y su representación; la comprensión del mismo; la pertinencia de la originalidad; el papel de la crítica; la incomprensión del genio creativo… estos temas y muchos otros son examinados por William Gaddis en un momento u otro de la novela. Como digo, la tarea del lector es ímproba, ya que las peripecias de los personajes no se muestran a las claras y las reflexiones acerca de los distintos temas se enmarcan en diálogos y charlas cuya puesta en escena es caótica y fragmentaria.

Pero si conseguimos adentrarnos en la propuesta del autor, las recompensas son constantes. A pesar de la extensión del texto, Gaddis no concede treguas ni se abandona a pasajes superfluos: cada detalle tiene su importancia y cada acto tiene su consecuencia. Lo tumultuoso de su estilo no es un ardid para que nos perdamos, sino una forma de representar un mundo desquiciado, cruel y banal; no obstante, si prestamos atención repararemos en que cada minúsculo elemento forma parte de una trama superior, en la que todas las piezas, por curioso que parezca, terminan encajando.

No les miento si digo que terminé el libro con cierto alivio, ya que (repito) su lectura implica una atención extraordinaria; con seguridad habrá docenas de detalles en los que no he reparado, escenas que no he llegado a comprender en su totalidad o personajes que me han dejado un tanto confuso. Pero la fascinación que Los reconocimientos ejerce es tal que no me importará en un futuro releer la novela con el placer de saber que voy a volver a disfrutar de una escritura que me impulsa a trabajar más como lector, a dar lo mejor de mí mismo.

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