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La ley del menor

14 de marzo de 2016. José Ángel Sanz

A Ian McEwan, como a toda esa estupenda generación de escritores británicos que hoy frisan las siete décadas de vida y en la que comparte espacio con Julian Barnes, Martin Amis o Salman Rushdie, la madurez literaria se le ha prolongado hasta convertirse casi en una característica propia y definida de su trayectoria. Hay pocos autores que crezcan a cada paso como lo han hecho ellos a pesar de haber tocado desde los años 90 el cielo de los escritores consagrados por crítica y público.

El caso de McEwan es aún más evidente; comparar hoy sus primeros trabajos con este La ley del menor arroja un balance más que positivo, porque el novelista del lado oscuro de la psique que algún día pudo haber sido se ha establecido como un notable examinador del alma humana contemporánea. De aquél Primer amor, últimos ritos queda una versión muy mejorada. Y ni siquiera el fenómeno de Expiación le ha hecho perder fuelle, conceder demasiado o reducir en los más mínimo el exigente compromiso con su trabajo que se detecta en cada nuevo escrito.

La trama de esta breve pero penetrante narración tiene como protagonista a Fiona Maye, una jueza de familia enfrentada a la petición de su marido para que le consienta tener una primera y última aventura con una mujer más joven. Al mismo tiempo que tiene que decidir entre el abismo de quedarse sola a los 60 años, o vivir el resto de su vida humillada, asume el caso de un adolescente, a punto de cumplir la mayoría de edad, que necesita una transfusión de sangre para superar la leucemia, pero que se niega a hacerlo por las creencias religiosas de su fe como Testigo de Jehová.

En mitad de esos dos incendios, la protagonista, adiestrada en el ejercicio de la responsabilidad y volcada por completo en su trabajo (hasta el punto de haber renunciado a tener hijos por ambición profesional) debe decidir. Lo que ha hecho toda su vida. Sin margen de error y en muy poco tiempo. Las ideas racionales de una sociedad laica y las creencias religiosas colisionan con violencia y de esa lucha extrae McEwan un debate fértil, todo ello sin olvidar que los sentimientos de sus criaturas operan en un nivel paralelo pero igual de relevante que aquél en el que trabajan la ley y la razón. A McEwan no le hace falta un solo juego de manos, un solo fuego artificial, para presentar un trabajo enorme, libre de juicios pero rico en preguntas, tan abundante en su exposición y tan sugerente que, una vez concluido, seguirá resonando en la cabeza del lector durante mucho tiempo.

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