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Intento de escapada

20 de agosto de 2013. Mario S. Arsenal

Arte y vida. ¿Podríamos acotar el espacio para delimitar un concepto del otro? ¿Nos salvaría el poder de nuestra ingenuidad o sucumbiríamos finalmente ante la elección maniquea? Esta peliaguda cuestión con la que todavía hoy lidiamos y, sobre todo, una pregunta aún sin responder, es una de las líneas maestras sobre las que pivota Intento de escapada (Anagrama, 2013), ópera prima de Miguel Ángel Hernández y, dicho sea de paso, mención especial del Herralde de Novela, con la que se ha propuesto conquistar el panorama narrativo español, quizás el branding más fiable de cuantas marcas españas venimos exportando, a pesar de que cuando menciono el nombre de este país siento la necesidad de nombrarlo con minúscula como Blas de Otero, pero esa es otra historia. Volvamos a lo nuestro.

Intento de escapada es la historia de una travesía, una aventura estética en la que vida y ficción se difuminan, creándose dentro de ella una red vertiginosa de incertidumbres en las que el lector irremediablemente tomará partido más tarde o más temprano. Apoyándose en una sólida formación como historiador del arte, Miguel Ángel Hernández traza una interesante historia en torno a un joven estudiante de Bellas Artes que siente el irremediable estímulo de adentrarse en otra dimensión del arte: el paradigma de la acción. Marcos, el protagonista, va descubriendo así la diferencia sustancial que existe entre teoría y práctica, y ello le vale también al autor para someter a cuestión distintos valores estéticos, poner en tela de juicio la legitimidad de diversas prácticas artísticas e incluso la viabilidad –a veces imposible– de lo humano en el proceso de gestación de una obra de arte. 

Con una estructura clara y frontal, el libro no deja de aportar notas de alta expresividad, guiños deliberados que hacen virar la narración hacia un tipo de metaliteratura verdaderamente sugerente y, lo más importante, está compuesto con una fluidez y un cariño propios de una obra primeriza en la que uno no quiere dejarse nada en el tintero. Virtudes hay muchas, la manera de utilizar el leit motiv de una obra de arte y tejer con ella toda una historia, toda una experiencia vital que toca prácticamente todos los dilemas que surgen siempre en torno del arte contemporáneo. Personajes bien definidos como Jacobo Montes, el gran artista social, del que francamente poco importa si se asemeja a algunos artistas vivos; o Elena, pieza bisagra y decisivo nudo gramatical en el periplo de nuestro joven protagonista; u Omar, el inmigrante en el que todos verán el rastro de una catástrofe actual o el signo evidente de nuestra hipocresía más falaz.

Pero adentrémonos un poco más. Sin necesidad de desentrañar la acción de la novela por respeto a los que tienen la suerte de no haberla leído todavía, es necesario detenerse ante algunos dilemas que en ella se barajan y sobre los que transita la acción.

El texto sugiere que sea la fractura de la moral respecto al arte lo que ha definido en términos estéticos nuestra edad contemporánea. Podemos estar más o menos de acuerdo, pero es un hecho fácilmente constatable. Otro interrogante, tanto más interesante, es el conflicto latente que existe entre espectador y obra de arte, barrera infranqueable a la que cualquier fruidor del arte ha de enfrentarse, y casi siempre con resultados frustrados. Terrible fenómeno que en realidad define más certeramente la naturaleza estética del arte actual. Y luego está la gran paradoja, el enigma eterno de la creación, la emulación de Dios en el proceso del arte, la mirada desde lo alto, la determinación de la crueldad y la desvinculación de toda filosofía positiva para llevar a cabo el acto supremo de otorgar la vida. Estos son, como decimos, algunos de los temas que la novela plantea, a nuestro juicio los más importantes. Sin embargo, luego queda la urdimbre de un relato formidablemente compuesto en el que destaca la vinculación humana en tanto experiencia del arte, la carne del morlaco expuesta a riesgo, la piel que se desgarra ante la brutalidad del fenómeno creativo o el desasosiego por la certidumbre del devenir de las ideas aplicadas a los seres humanos.

Marcos relata su historia, una historia a veces truculenta, a veces amable, pero siempre consciente, aplicando el prisma de la reflexión a todas sus iniciativas. Se enjuga a la perfección con un tímido –y agudo– humor encubierto y, sobre todo, una dosis alta de ironía. Pero si tuviera que resaltar un acierto de la novela de entre todos los que me parece que posee, diría que no es otro que la epifanía de la complejidad del hecho artístico. Vemos cómo los personajes son capaces de cuestionarse lo que en otro momento aceptan a pies juntillas; podemos comprobar la multiperspectiva de los procesos artísticos, como si la realidad no fuera una, sino múltiple, plural, inasible e insalvable, donde todo o prácticamente todo cabe sin excepción alguna. La radicalidad del arte frente a la moderación de las costumbres sociales. Y hay más. Y quizás sea, al fin y al cabo, la pregunta fundamental, que no es otra que la que formulábamos al principio. Arte y vida, arte o vida. El personaje de Marcos, que parece decantarse claramente por una de ellas sin posibilidad de integración, finalmente vuelve sobre sus pasos movido por estímulos más poderosos que el arte, por tanto, el interrogante que cabe plantearse es el siguiente: ¿existe la posibilidad de elegir? Thomas Mann reinterpretado.

En este punto recuerdo las palabras de Percival Everett, el cual defiende la idea de que los relatos jamás tienen necesariamente un final, que las historias nunca son cerradas. Fuera de la literatura, podemos añadir que tampoco en el arte ni en la vida, ni en los libros ni en la cotidianidad. Miguel Ángel Hernández ha conseguido, Walter Benjamin mediante, materializar esta idea. Una contradicción fascinante. Y el resultado, del que tampoco sabemos si se trata de un intento de escapada o de inmersión, es un libro dentro del cual los amantes del arte disfrutarán de un lugar privilegiado, también el resto, no me malinterpreten, pero se advierte a la legua que está escrito por un historiador del arte, un rasgo sincero que deberíamos agradecer entre tanta parafernalia museística entre la que habitualmente solemos desorientarnos. Es por ello y por todo lo demás que necesitamos felicitar efusivamente a su autor por haber alumbrado esta bella criatura. Muchos ya esperamos ansiosos su segunda novela para adentrarnos en otro tipo de huida.

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