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Fuera de juego

25 de febrero de 2014. Sr. Molina

Quizá uno de los temas más complejos para tratar en literatura sea el de la infancia: no sólo por la dificultad de trasladar el punto de visto de un niño desde la perspectiva de un adulto, sino también por el inevitable abismo que separa la inocencia de aquél del conocimiento de la vida de éste. Fuera de juego intenta mostrarnos ese momento mágico previo a la adolescencia en el que la ingenuidad comienza a verse devorada por el entendimiento de un mundo complicado e inabarcable, y lo hace con un estilo que no se enfanga en descripciones bucólicas o visiones trascendentes, sino que se apoya en una mirada directa a sus personajes; unos personajes que, pese a su bisoñez, tienen rasgos de solidez inusuales en unas creaciones de estas características. Miguel Ángel Ortiz consigue así transmitirnos una imagen de la niñez alejada de lugares comunes y cuya sinceridad emociona, seduce y convence.

La novela transcurre a mediados de los años 90 del siglo XX, durante un puente escolar de tres días en el que cuatro amigos, Fichu, Koldo, Salva y Noelia, organizan un partido de fútbol con unos chavales de un pueblo vecino al suyo, al norte de Burgos. En esos días los chavales merodean por su barrio, desafían la autoridad de sus padres cometiendo alguna que otra travesura, se preparan para el trascendental partido pintando unas camisetas y asisten de mala gana a catequesis. Junto a ellos, una pléyade de vecinos, padres, madres y amigos aparecen por estas páginas en un trasiego de vida tan caótico como brillante.

Y es que Fuera de juego destaca por la vivacidad de sus personajes, por la extraordinaria dimensión que alcanzan con la simple ayuda de unos diálogos que sirven para mostrárnoslos tal cual, sin medias tintas ni intervención autorial. Aquí las descripciones son escasas y los intervalos narrativos cumplen la justa función de situar al lector en contexto: el grueso de la novela se sostiene por las continuas charlas de unos y otros, por sus réplicas y pensamientos expresados de viva voz. Una técnica sin duda arriesgada, pero que Ortiz resuelve con elegancia y sobriedad.

Los diálogos de los críos son concisos, secos, con giros y expresiones apropiadas, pero sin sobrecargar en ningún momento el oído; sus voces, aunque “literaturizadas”, son siempre frescas y convincentes. Y eso hace que el espíritu de la novela se alce para mostrarnos un mundo de descubrimientos, de certezas destruidas y de pequeñas derrotas. Nada grandilocuente, porque por mucho que se haya pintado de épica, el tránsito hacia la madurez es, en la mayoría de ocasiones, un camino trillado lleno de diminutos baches que todos acabamos por andar. El acierto del autor es acercarnos a ese camino sin sobredimensionarlo: no se trata de idealizar la infancia, sino de fijarse en un momento sin importancia para enseñarnos la cotidianidad de una experiencia. No hay trascendencia, pero sí aprendizaje; no hay grandes acontecimientos, pero sí pequeñas victorias; no hay tragedia, pero sí la dureza propia del vivir.

En eso reside el mérito de Fuera de juego: en fijar la mirada en una época de cambios y transmitir al lector una atmósfera de normalidad. Miguel Ángel Ortiz habla sobre la familia, sobre el primer amor o sobre el dolor, pero en ningún momento hay sobresaltos o pasajes rimbombantes; hay ternura, complicidad y conflictos, pero a una escala humana, no literaria. Quizá por eso, no sé, Fuera de juego es un libro que se paladea con esa inefable sensación de cercanía, de familiaridad, que deja una huella en nuestra memoria lectora.

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