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El condominio

05 de octubre de 2015. Sr. Molina

Hay novelas en las que el humor no constituye un fin en sí mismo, sino que se utiliza como herramienta para mostrar aspectos de la vida o del ser humano que quizá de otra manera fuesen demasiado crudos como para abordarse en el plano narrativo. Este es el caso de El condominio, del estadounidense Stanley Elkin, una obra de corte sencillo y de apariencia intranscendente, pero que encierra una tristeza insondable tras sus escenas banales y sus personajes superficiales; un reflejo distorsionado, pero veraz, del sufrimiento a causa de la soledad, y de lo perdidos que podemos llegar a encontrarnos incluso rodeados de personas en todo momento.

La trama comienza cuando Marshall Preminger, un solitario y algo apocado profesor, debe trasladarse a Chicago para hacerse cargo del funeral de su padre. En esa ciudad descubre que su progenitor era dueño de un apartamento de lujo en un complejo residencial, aunque dado su tren de vida lega a su hijo unas cuantiosas deudas para con la comunidad. Marshall conoce a los vecinos del condominio, algunos amigos de su padre y otros meros observadores, y se ve obligado a aceptar las innumerables reglas que se le imponen al mudarse al piso de su progenitor. Las relaciones que se establecen con todos ellos marcan al protagonista y cambian de forma radical tanto su manera de ver el mundo como su destino.

Elkin traza en El condominio una radiografía del fracaso; un estudio sobre las poderosas impresiones que los demás pueden ejercer sobre nosotros y que tal vez llegan a influir tanto como para modificar nuestros comportamientos. Frente a la soledad ineludible que acompaña al ser humano en su periplo vital está el bálsamo del amor o la amistad, pero ese remedio puede convertirse en un arma y obtener resultados contrarios. Marshall es un personaje apocado, indeciso; un fracasado en muchos aspectos de su vida que trata de evitar a los demás para ahorrarse sufrimientos, pero que es incapaz de ver que el contacto con sus congéneres es insoslayable. De natural honrado e incluso afectuoso, el protagonista no percibe el riesgo que representan las relaciones sociales que entabla con sus nuevos vecinos: desde la examante de su padre, Evelyn, hasta los crueles administradores del complejo residencial, todos ellos se erigen en amenazas más o menos evidentes para Marshall.

El autor muestra de esta forma las implicaciones que tiene el contacto con nuestros semejantes: el inherente riesgo que entrañan los lazos estrechos; las posibilidades de abrirnos a otros y encontrar consuelo para nuestras preocupaciones; la imperturbabilidad que muestran las personas ante lo que no conocen; la cercanía que se puede encontrar en un extraño... Las combinaciones son casi infinitas, pero la novela se centra en la indefensión que presentamos ante situaciones cotidianas: el comportamiento humano puede llegar a ser destructivo en sus manifestaciones más simples, como una conversación de ascensor. De ahí que Marshall, que llega a su nuevo y desconocido hogar con la inocencia de un recién nacido, vaya cayendo en una espiral de desconsuelo al relacionarse con más gente.

El condominio trata un tema tan antiguo como el mundo, pero lo aborda desde una perspectiva satírica que evita enseñarnos de manera cruda la tristeza que se esconde tras lo evidente. Elkin tiene muy buena mano para las escenas, algunas de las cuales son realmente ingeniosas y divertidas, mezclando humor y crueldad a partes iguales; no obstante, la línea de la trama presenta falta de ilación, una cierta desconexión entre los distintos episodios que hacen que el libro falle como conjunto, como artefacto narrativo coherente. Es el principal demérito que se le puede achacar a una obra que, por lo demás, nos muestra sin pudor alguno la impiedad que subyace en nuestros comportamientos diarios; un aspecto de nosotros mismos que puede enseñarnos mucho sobre la vida y las relaciones personales.

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