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Castilla

26 de marzo de 2013. Sra. Castro

Castilla es, probablemente, una de las obras más populares de Azorín, un escritor y crítico literario que no necesita de presentaciones pero al que, al margen de las lecturas obligadas del bachillerato (si es que estas todavía se ocupan de él), los lectores no solemos acercarnos.

La obra es una reunión de textos heterogéneos fruto de la reflexión personal del autor sobre España y la españolidad. Reportajes periodísticos, relatos y textos metaliterarios componen una visión que deriva hacia una especie de nostalgia que no debe interpretarse necesariamente como un “cualquier tiempo pasado fue mejor”. El lector contemporáneo puede encontrar en Castilla motivo para una meditación propia sobre el devenir histórico de España.

La cruda crítica social que encierra "La voluntad", otro de los textos clave de Azorín, da pie —cuando se comienza a leer Castilla— a considerar que la intención del libro es la misma; pero no lo es, o no solo. Los primeros textos de la obra, dedicados a los ferrocarriles, están escritos en el tono de un reportaje periodístico y recogen datos sobre las ventajas para el desarrollo que supuso en su día la llegada de los caminos de hierro; así como el retraso de España en la construcción de vías férreas con respecto a otros países de su entorno.

Sin embargo, Azorín va pasando de manera sutil de ocuparse de temas tan pragmáticos o, al menos, tan mensurables, a prestar su atención a asuntos con un trasfondo más metafísico e inasible. “Ventas, posadas y fondas” o “Los toros” se ocupan todavía en parte de temas sacados de la realidad más palpable, pero ya en ellos la prosa del autor empieza a tejer ideas que conducen al lector a un tiempo fuera del tiempo (si eso es posible), donde todo permanece inmutable y en perpetuo cambio al mismo tiempo.

El eterno retorno es sin duda la columna vertebral de Castilla. En estos escritos, Azorín señala las cosas que permanecen inalterables, aquellas cuya esencia el tiempo no puede alterar. Y las expresa por medio de textos clásicos y los personajes emblemáticos de la literatura española —una de las más ricas que quepa imaginar. El hidalgo de El Lazarillo, Calixto de La Celestina o Constanza de La ilustre fregona, son retomados por Azorín para ejemplificar lo que nunca cambia; pero también la dulce tristeza de lo que pueden cambiar ciertas cosas en el breve plazo de una vida.

Sin con lo anterior no bastara, la plasticidad de las descripciones y la riqueza de la lengua castellana (esa que maltratamos y empobrecemos cada día), serían por sí solo motivo suficiente para entregarse con deleite a la lectura de Castilla.

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